Varias décadas de predominio
neoliberal han relegado en las sociedades modernas la percepción del futuro.
Estamos atrapados, según palabras del catedrático de Filosofía Social Daniel
Innerarity, en una dictadura del presente, en un imperialismo del tiempo en el
que todo horizonte está aquí, en el hoy mismo. El arquitecto, urbanista y
filósofo francés Paul Virilio acuñó el concepto “dromocracia” para definir a una
sociedad acelerada, prisionera de la velocidad. En este estado de cosas, parece
difícil que el hombre y la mujer modernos puedan pararse a reflexionar acerca de
los retos a los que nos enfrentamos a largo plazo, y sin embargo es
imprescindible que lo hagamos.
En este primer decenio del
siglo XXI los seres humanos hemos acentuado nuestra impaciencia; esperamos y
exigimos que cada una de nuestras necesidades, reales o inducidas, sean
satisfechas de forma inmediata, de tal manera que nuestro tiempo está encadenado
a la tiranía de las pequeñas decisiones (me refiero a las sociedades avanzadas,
naturalmente). Dice Innerarity que en esa mirada corta, en esa urgencia en el
consumo, “el futuro ha quedado totalmente desatendido, y tenemos la obligación
de recuperar el porvenir”.
En atender o no esa obligación
de levantar la mirada del ahora mismo y fijarla en el futuro nos va la
estabilidad de las democracias. El sociólogo José Felix Tezanos afirmó en
Almería hace unos días que estamos asistiendo al cambio más intenso y profundo
de la historia de la humanidad, un cambio rápido y global en el que apenas
reparamos y que nos conduce a un mañana en el que no parece que estemos
interesados en recapacitar. Sin embargo, ese mañana, ese futuro, está plagado de
retos absolutamente capitales, siendo el más importante de todos ellos el
incremento de las desigualdades sociales en un escenario global y la tendencia a
una gradual e injusta concentración del poder y la riqueza en pocas manos. La
idea de que el desarrollo y el bienestar de unos es consustancial a la
“inevitable” pobreza de otros no sólo es éticamente indecente sino que está
envenenada, y si el mundo no rectifica esa deriva, puesta en evidencia por la
quiebra del modelo económico neoliberal, el futuro al que no tenemos tiempo de
prestar atención se abrirá a nuestros pies como un vacío.
Estamos, por tanto, obligados
a impedir que el presente hipoteque el futuro y lo haga prisionero del pasado,
es decir, prisionero de nuestras malas decisiones o de las decisiones que
debimos tomar y no tomamos: de la educación que debimos extender a todos los
rincones de la tierra, del hambre que debimos combatir, del medio ambiente de
teníamos la obligación de proteger. Dice Daniel Innerarity, cruda pero
certeramente, que reflexionar sobre el futuro y asumirlo con todas su
incertidumbres puede evitar que acabemos por convertirlo en el “basurero del
presente”, y es ésa una imagen tan poderosa y letal por sí misma que ya agita la
conciencia: bien podríamos empezar por ella nuestra reflexión individual.
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