Si queremos analizar
con propiedad la actual situación política en nuestro país, conviene
no olvidar un dato fundamental: lo que nos diferencia del resto de los
países de la Unión Europea no es que el Gobierno haya tenido que adoptar
una serie de duras medidas para combatir la crisis, apoyar la estabilidad
del euro, reducir el déficit público y defender el Estado del Bienestar,
pues planes de ajuste económico similares han sido aplicados o anunciados
por nuestros socios europeos; lo que de verdad nos singulariza hoy por
hoy es que aquí, en España, sobre el principal partido de la oposición
sobrevuelan los fantasmas del cohecho, la financiación ilegal y la
irregularidad electoral, delitos todos ellos recogidos en el auto del
juez que investiga la trama corrupta que afecta al PP valenciano, baluarte
del PP nacional.
Un reflejo de
esta situación fue la algarada parlamentaria que los “populares”
provocaron el pasado martes en el Senado, donde más allá de toda responsabilidad
política respondieron con una bronca desmesurada a los planes de austeridad
aprobados por el Gobierno de Zapatero, planes que, repito, han adoptado
ya, o están a punto de hacerlo, Portugal, Francia, Alemania, Italia,
Irlanda o Reino Unido, y que tienen como principal punto en común –tal
y como todos hemos podido seguir a través de los medios de comunicación-
el recorte en el gasto público. Los “populares” pidieron por ello
la dimisión del presidente, pero mantienen en su cargo, contra toda
lógica, a un Camps bajo sospecha; pidieron elecciones anticipadas,
pero sin aclarar si en su pretensión de ganarlas está también la
de dar luego la espalda a Europa, si renunciarían a actuar conjuntamente
con otras economías para salvar nuestra moneda, si están o no de acuerdo
con los organismos internacionales que han defendido el ajuste planteado
por nuestro Gobierno.
Que la derecha
española trate ahora de erigirse en defensora de las políticas sociales
es un sarcasmo muy difícil de digerir. Durante estos seis años no
han apoyado ni una sola de las medidas impulsadas por el Ejecutivo socialista,
y desde luego no el progresivo y sustancial incremento de las pensiones,
la multiplicación de las becas de estudio o las ayudas al alquiler,
de las que se benefician doscientos mil jóvenes. Criticaron duramente
la aplicación del llamado cheque bebé, pero ahora que ha sido inevitable
suprimirlo se desgarran las vestiduras. Han retrasado en Madrid y Valencia
la aplicación de la Ley de Dependencia, de la que ya están beneficiándose
más de medio millón de personas, y parece como si consideraran un
despilfarro el hecho de que más de tres millones de españoles sin
empleo estén recibiendo una prestación. Porque a pesar del ruido y
la furia del PP, lo cierto es que el recorte en gasto social recientemente
aprobado ha sido de un uno y medio por ciento si tenemos en cuenta que
lo incrementamos un cincuenta por ciento en los últimos cinco años.
Todo en el PP
es estrategia –electoral, se entiende-, y parte de esa estrategia
consiste en minimizar el carácter global de esta crisis económica
y exagerar su incidencia en España, al tiempo que rechaza todas y cada
una de las medidas que han venido siendo adoptadas para salir de ella.
Pero lo cierto es que se trata de una coyuntura mundial extraordinariamente
compleja, no conocida hasta ahora, una crisis que no supieron detectar
ni las instituciones financieras ni los analistas, que no es uniforme
e invariable, sino que va cambiando, de ahí que sea necesario también
ir cambiando la forma en que se la combate. Eso sí: todo se está haciendo
de forma coordinada con el resto de países, también a la hora de pedir
un gran esfuerzo de solidaridad a los ciudadanos. El objetivo para la
inmensa mayoría es recuperar la senda del crecimiento; para el PP,
el objetivo es ganar las próximas elecciones. Raro será que en las
urnas no le digan los ciudadanos: gracias por nada.
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