Estos días, la sanidad ha
estado muy presente en los informativos, y por dos razones inequívocamente
positivas. De un lado, en España se alcanzaba un importante acuerdo entre el
Ministerio del ramo y las Comunidades Autónomas con el fin, entre otras
cuestiones, de lograr un ahorro en el gasto farmacéutico de mil quinientos
millones de euros. Se trata garantizar la sostenibilidad del sistema público de
salud, cuyo déficit anual no está ligado a la crisis económica, sino sobre todo
a factores tales como a la evolución técnica de los tratamientos y al aumento de
la esperanza de vida –y, por tanto, también al incremento de enfermos crónicos-.
La necesidad de aplicar medidas que recorten el gasto viene, por tanto, de
atrás, y el hecho de que se hayan adoptado ahora en el marco de un gran pacto
entre Administraciones de distinto signo político, comprometidas por el igual en
garantizar el futuro de nuestro modelo sanitario, dice mucho acerca de las
posibilidades de alcanzar acuerdos más amplios para garantizar, también, una
estabilidad económica. Dicho de otro modo: cuando hay voluntad, se pueden buscar
puntos de encuentro, dejar al margen las diferencias y empujar en la misma
dirección.
Además del ahorro en los
gastos farmacéuticos (modificación del sistema de precios de referencia, rebaja
en los medicamentos genéricos y fijación de precios máximos para fármacos para
síntomas menores), el acuerdo incluye el establecimiento de un calendario
vacunal único, normas sobre tiempos máximos de espera quirúrgica en todo el
territorio español o la mejora de la historia clínica digital común, todo ello
encaminado a lograr algo tan fundamental como la equidad del sistema en todo el
país, independientemente de que las competencias en la materia estén
transferidas a todas las Comunidades Autónomas.
Por otro lado, ha sido también
noticia, y de amplia repercusión internacional, la histórica aprobación en
Estados Unidos de la reforma sanitaria, un éxito de Barak Obama, pero sobre todo
un triunfo de todo el pueblo estadounidense, pues culmina así una aspiración que
venía siendo perseguida desde hace prácticamente un siglo por distintos
presidentes. Lo que estaba en disputa, lo que llevaba en disputa desde hace
tanto tiempo, era si el derecho a la salud debía estar ligado únicamente a la
capacidad económica del individuo, si es justo o no que el resultado de la lucha
que todo hombre y toda mujer han de librar alguna vez contra la enfermedad debe
depender exclusivamente de sus ingresos. La Ley aprobada en la Cámara de
Representantes ha venido a decir que no es justo, y ha puesto las bases para ir
reduciendo lo que el escritor Carlos Fuentes ha denominado “la excentricidad de
Estados Unidos en materia de sanidad”.
Hay entre los republicanos
-acérrimos detractores de esta ley- quienes han vaticinado que está reforma
dañará tanto al partido demócrata como ya lo hiciera en los sesenta la Ley sobre
Derechos Civiles, siendo ésta la que estableció ni más ni menos que la igualdad
racial. Sin duda una comparación que, sin ser su propósito, constituye el mayor
elogio que podría hacerse a esta reforma sanitaria.
Como nota curiosa, el ex
presidente Aznar, a quien uno le imaginaría más cerca del modelo sanitario
europeo, se ha permitido, en Washington, sumarse a las tesis de los
republicanos, poniendo en tela de juicio la constitucionalidad de la medida,
subrayando que la salud es una responsabilidad de cada persona, y no del Estado,
y argumentando, de manera incierta, que la mayoría de los estadounidenses está
en contra (ahí están las encuestas para desmentirlo). Sin duda, en Aznar pesa
mucho su afinidad ideológica con los neocons, y, de alguna extraña manera, Bush
y él siguen “trabajando en ello”.
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