Las causas por las cuales se
produce un terremoto están estudiadas y definidas por la geología, pero las
causas de la devastación que puede llegar a provocar se explican a través de la
renta per cápita del país que lo sufre. Quedará como dato histórico, por
ejemplo, que el terremoto de Haití del 12 de enero de 2010 ocasionó decenas de
miles de muertos –jamás se sabrá cuántos, exactamente- cuando en realidad tan
abrumador coste en vidas humanas se debe a la precariedad de las viviendas, a la
pobreza, a la fragilidad de su Gobierno y a la indiferencia internacional, no
tras la catástrofe que ahora le ha proporcionado a Haití un espacio en los
informativos de todo el mundo, sino anterior, una indiferencia ya antigua frente
a los doscientos años de sufrimiento que viene padeciendo.
Muy pobre ha de ser un país
para que, tras un seísmo que en cualquier otro lugar apenas hubiera dejado daños
realmente graves, pueda decirse que prácticamente ha desaparecido. Se ha escrito
que Haití ya no existe, y es una forma escueta de explicar lo que para un
occidental es imposible de imaginar, salvo que lo haya experimentado en otro
país muy distinto del suyo. El caos absoluto, tan absoluto que no ha permitido
hasta ahora, o hasta hace muy poco, un reparto eficaz de la ayuda humanitaria;
el pánico, el dolor, la violencia. Haití es un país armado hasta los dientes, y
ahora también un país de escombros y de niños huérfanos y perdidos vagando entre
las ruinas, de autoridades sin autoridad, de instituciones tan inestables como
las edificaciones que se han venido abajo. Por si fuera poco, Haití sufre desde
hace años una progresiva catástrofe medioambiental que proyecta su falta de
esperanza al futuro: deforestación, erosión de sus suelos, falta de agua,
pérdida de biodiversidad, explosión demográfica...
Los desastres naturales no
eligen a los pobres para cebarse en ellos, sino que es la misma pobreza la que
vuelve vulnerables a los pueblos frente a los desastres naturales. Por eso la
ayuda internacional con Haití no debe limitarse a los demoledores efectos de
este terremoto, sino que ha de ir más allá. También cada uno de nosotros debemos
concienciarnos de que en los países menos favorecidos siempre hay razones para
conmovernos, aparezcan o no en la televisión y en los periódicos. España lleva
siete años comprometida en la misión liderada por las Naciones Unidas para
favorecer la estabilidad política en este país antillano. Haití estaba ya en el
mismo corazón de nuestras prioridades de cooperación internacional antes del
terremoto, y la reacción solidaria cuando se produjo no se hizo esperar:
policías, guardias civiles, alimentos, medicinas, militares, personal sanitario.
Un apoyo que no desaparecerá cuando lo hagan los focos de las
cámaras.
A diferencia de los huracanes,
los terremotos no tienen su propio nombre, toman el del lugar que devastan. No
se anuncian, no van aproximándose día a día, no hay forma de prevenirlos. Sólo
construyendo sólidamente es posible oponer resistencia a un temblor de tierra,
pero esto es algo que los países escasamente desarrollados no pueden permitirse.
Por eso, y por muchas otras razones, la ayuda al desarrollo ha de figurar con
letras mayúsculas en la agenda de los países ricos, y ése es uno de los
principales objetivos que se ha marcado España de cara a la presidencia de turno
de la UE. Nuestras contribuciones personales nos dignifican como seres humanos,
pero son los gobiernos de los países fuertes los que han de procurar
solidariamente el fortalecimiento de los países débiles.
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