La pasada semana, el
presidente Rodríguez Zapatero ofreció un gran pacto en materia económica a todas
las fuerzas políticas, centrado en cuatro puntos concretos: mejora de la
competitividad y fomento de la creación de empleo, renovación del modelo
productivo, reducción del déficit público mediante el cumplimiento del Plan de
consolidación fiscal y reforma del sistema financiero para facilitar el acceso
al crédito. No era la primera vez que el presidente del Gobierno planteaba la
necesidad de sumar esfuerzos, fundamentalmente porque no otra cosa esperan los
ciudadanos en situaciones de especial dificultad, pero en esta ocasión
estableció un margen razonable de dos meses para alcanzar acuerdos con el fin de
poner en marcha las reformas antes de que finalice el primer semestre de este
año.
En el marco del debate sobre
medidas económicas, el presidente Zapatero insistió en que, sin duda alguna,
los datos más preocupantes son los que se refieren a las tasas de desempleo,
detrás de las cuales están, sobre todo, la alta temporalidad y el brusco ajuste
del sector de la construcción, y al déficit público, cuyo incremento se ha
debido a la inversión pública que ha sido necesario llevar a cabo para contener
los efectos de la crisis y preservar la cohesión social. Pero también subrayó
Zapatero el hecho constatado de que el descenso de la economía española ha sido
menor que el de la media de la Unión Europea y el de países como Alemania, Reino
Unido o Italia, y que nuestra deuda pública es inferior a la media europea y a
la de la mayoría de los países de la Unión. Es decir: hay dificultades, pero hay
también fortaleza para afrontarlas, análisis que puede ser compartido más allá
de las diferencias ideológicas. España es, en definitiva, un país más que
solvente, cuya realidad puede y debe generar confianza.
Pero he ahí un principio, el
de la confianza, por el que no está dispuesto a apostar el PP. No hablo de una
confianza en el Gobierno socialista, que no existía ni siquiera en los momentos
en que, gracias a una buena gestión económica, las cuentas públicas españolas
alcanzaron un histórico superávit, sino una confianza en nuestro país, en las
posibilidades de España. Al ofrecimiento de acuerdos, el líder de la oposición
respondió con una insólita propuesta: que el partido que sostiene al Gobierno,
el PSOE, sea quien poco más o menos lleve a cabo esa moción de censura que él no
se atreve a plantear. Dice Rajoy, con argumentos de Perogrullo, que si tuviera
los votos la plantearía él, olvidándose de que no son los votos por sí solos los
que ayudan a sacar adelante una iniciativa parlamentaria como ésta, sino las
propuestas alternativas concretas que sean capaces de aunar los votos
suficientes, esas propuestas que el PP ni tiene ni parece capaz siquiera de
inventarse. Y es que el censurado ya por la mayoría de los ciudadanos y la
totalidad de los grupos con representación parlamentaria es el propio
PP.
También en Andalucía tuvo
lugar la semana pasada un debate sobre la situación económica, y también su
desarrollo enfrentó las iniciativas concretas de unos a la fría estrategia
electoral de otros: el presidente Griñán anunció diez medidas tributarias para
reactivar la economía, doce proyectos vinculados a la futura Ley de Economía
Sostenible y otros tres sobre empleo juvenil, apoyo a la construcción y nuevas
vías de liquidez para empresas, éstos últimos de inmediata aplicación. La
derecha, atrapada en las telarañas del pasado y el alarmismo, tiró de viejas
recetas: nada. Ni puntos de encuentro, ni pactos, ni arrimar el hombro, ni
diálogo, ni ideas nuevas, ni soluciones, ni un mínimo de seriedad política en
los análisis o de contención en los gestos que se hacen a la galería. Es difícil
imaginar una utilidad pública más escasa aún que ésta que exhibe sin rubor el
PP. En cualquier caso, el ofrecimiento de alcanzar acuerdos está ahí, porque la
ocasión invita a acercar posturas, no a subrayar las diferencias.
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