lunes, 26 de julio de 2010

UN DELEITE PARA LOS SENTIDOS


Todo almeriense que en verano viaja a algún lugar de la costa española y a su regreso acude a cualquiera de las playas del Parque Natural Cabo de Gata-Níjar y, tras introducirse en el mar, vuelve su mirada hacia el interior y lo redescubre libre de edificios, es plenamente consciente de pertenecer a una provincia privilegiada, de ser él mismo un privilegiado por su vinculación natural con esta belleza en estado puro. Las playas de las Salinas, Mónsul, Genoveses o los Muertos, por mencionar tal vez las más emblemáticas, constituyen en sí mismas una rareza por el hecho de haberse mantenido ajenas a la invasión del ladrillo: hoy quizá tendrían una imagen muy distinta si no formaran parte de los sesenta y tres kilómetros de costa protegida, pues las más de dos décadas que han trascurrido desde la creación del Parque Natural se han caracterizado en nuestro país por la masiva construcción a pie de playa de la que, de otro modo, no se habría librado este espacio único en el mundo.

Se trata de un tesoro natural, referente en turismo sostenible, que tras su apariencia árida, de origen volcánico en su mayor parte, esconde una asombrosa riqueza ecológica, antropológica, científica y cultural. Desde los lugares más elevados del Parque, el visitante puede divisar acantilados, calas, quizá sus humedales, altiplanicies calizas, arrecifes, aguas cristalinas, fortificaciones defensivas con siglos de historia, áreas con usos agrícolas tradicionales. Si está bien informado, el visitante sabrá además que tanto el espacio terrestre como el marítimo son una reserva de especies endémicas, es decir, plantas y animales que sólo pueden encontrarse, de forma natural, en ese lugar, y también que bajo la superficie del mar se extienden grandes praderas de posidonia oceánica -señal inequívoca de la calidad de sus aguas- que forman parte de una riquísima diversidad biológica en la que diferentes ejemplares de algas, esponjas, anémonas de mar, crustáceos, moluscos y formaciones coralinas crean un soberbio contraste de vivos colores que enmudece de fascinación a quien tiene la ocasión de verlo.

Contemplar el atardecer desde lo alto de la Vela Blanca o el vuelo rasante de los flamencos reflejado en las aguas de las Salinas, recorrer despacio, a primera hora de la mañana, la ensenada de los Genoveses, tratar de imaginar aquel engañoso canto de las focas monje en el Arrecife de las Sirenas, escuchar el silencio: experiencias impagables en un mundo cada vez más complejo, más rápido, más estridente, más construido y asfaltado. Esta primavera, además, y tras meses de intensas lluvia, el Parque ofrecía a los ojos un insólito paisaje de extensos verdores que quienes nos visitan ahora en verano difícilmente podrán concebir siquiera.

Merecen la pena todas las medidas que se adopten para conservar y para recuperar este espacio, ya sea limitar el acceso de tráfico rodado a las playas, impedir la construcción de complejos hoteleros o liberar ejemplares de tortuga boba con el fin de reintroducirla como especie. Porque con ser un lugar extraordinario para disfrutar del verano, El Parque Natural es mucho más: un intenso deleite para los sentidos que nosotros recibimos en herencia y que debemos transmitir a las generaciones futuras.

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