El libro sigue siendo un
objeto extraordinario, de una peculiar y sencilla sofisticación, y su invento,
sin duda, uno de los sucesos culturales más importantes en toda la historia de
la Humanidad. Muchos lectores nos sentimos, sino plenamente identificados, al
menos sí familiarizados con la sensación, cuando hace casi tres décadas Umberto
Eco incluyó en la introducción a “El nombre de la rosa” una cita en latín que
venía a decir: He buscado paz por todas partes, pero no la he encontrado en
ningún lado, salvo en un rincón con un libro (In omnibus requiem quaesivi, et
nusquam inveni nisi in angulo cum libro). Esto sigue siendo así, aun cuando ya
ha empezado a hacerse oportuno especificar si nos referimos a un libro
tradicional o a su soporte electrónico.
Ha ocurrido, bien puede
decirse, casi sin que nos diéramos cuenta, pero la revolución de los libros
digitales, o de los llamados lectores electrónicos inalámbricos, como por
ejemplo el Kindle, está aquí, no perfilándose en el horizonte, sino
entremezclándose con nuestras vidas de un modo irreversible. El ocho por ciento
de la producción editorial española es ya en digital y hay best sellers
internacionales que están vendiendo hoy más copias en su formato electrónico que
en papel. No hay marcha atrás, ni motivos para la alarma o el escándalo. Los
profesionales del libro confiesan no saber la forma en que pueda evolucionar
esta realidad, aunque hay quien dice que el mercado va más rápido que el sector.
Tenemos otros ejemplos de cómo
una novedad ligada a las nuevas tecnologías de la información y la comunicación
se convirtió en rabioso presente cuando todavía se especulaba con su
implantación en el futuro. El futuro es hoy, y el mañana es una pura incógnita.
La música dejará de ser adquirida y escuchada como hasta ahora, la comunicación
entre personas ha entrado en un nuevo nivel mediante las redes sociales por
Internet, el acceso a cualquier información es ya un proceso inmediato gracias a
la red de redes, las aulas escolares han iniciado una reconversión digital que
cambiará los hábitos de aprendizaje y suprimirá de la noche a la mañana las
pesadas mochilas que nuestros hijos cargan a sus espaldas, los periódicos
dejarán de estar ligados al papel, dicen, en menos de diez años y ciertos modos
de entretenimiento doméstico parece como si acabaran de dejar de ser ciencia
ficción.
Lo que algunos han denominado
big bang de la edición digital se impondrá en los ámbitos académico y científico
por razones evidentes de eficacia: es más rápido buscar y encontrar una
información concreta. Todo el mundo parece seguro, no obstante, de que en otros
ámbitos el papel y el soporte electrónico convivirán durante muchos años. El
e-book, por tanto, no sustituirá al libro impreso, ni la pantalla a ese
maravilloso gesto de pasar una página de papel, pero nadie, ni aun los lectores
más románticos, podrán sustraerse total e indefinidamente a un objeto que, con
las dimensiones de un libro, un grosor de un centímetro, un peso inferior a
trescientos gramos y plena autonomía inalámbrica es, más que un libro, una
biblioteca.
En un reciente artículo de
prensa, quien fuera presidente de la Junta de Extremadura, Juan Carlos Rodríguez
Ibarra, planteaba una acertada interpretación ideológica en torno al libro
digital, en particular, y a las nuevas tecnologías en general. “Ser
progresista”, decía, “es intentar progresar al ritmo que marca la sociedad,
entendiendo, comprendiendo y, a poder ser, liderando ese ritmo con el objetivo
de generar igualdad y más libertad”. Bastaría con estos dos principios netamente
socialistas, el de igualdad de oportunidades y el de libertad, para asumir que
todo aquello que ayude a la divulgación masiva y equitativa de la cultura ha de
ser, forzosamente, positivo.
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