lunes, 28 de junio de 2010

EN LA MUERTE DE JOSÉ SARAMAGO

En la espléndida novela “El año de la muerte de Ricardo Reis”, escribe José Saramago que el compromiso es la libertad que nos negamos a nosotros mismos. Cabe entender, habida cuenta de la trayectoria personal del autor –y sin olvidar que tal afirmación está puesta en boca de un personaje- que no es de una libertad en su sentido más amplio de la que habla, sino de la libertad de mostrarse indiferente frente al dolor humano, la libertad de volver la mirada ante la injusticia, ensayando una ceguera que es atributo de la deshumanización, la libertad de resignarnos a ceder nuestra libertad habitando en futuros centros comerciales donde no se ejercerá más libertad que la del consumismo, la libertad de seguir avanzando por un camino equivocado que no trazamos nosotros y que no conduce a la mejor versión del hombre como especie. Esa dudosa libertad nos negamos mediante el compromiso. 

He leído buena parte de la obra de Saramago. Admiro al escritor y a la persona, que en estricto sentido son una sola entidad, puesto que en el Nobel portugués se dan por igual la preocupación de índole social y la excelencia literaria: admiro doblemente, por tanto, a quien, como se ha escrito estos días, fue poeta antes que novelista de éxito y antes que poeta pobre. Su última novela, “Caín”, criticada por algunos, es un duro alegato contra el uso del poder sin razón ni justicia y con un sometimiento de los seres humanos al margen de sus sentimientos, es decir, la traslación al mundo de la ficción de lo que no era sino una manera de entender su actividad pública y su actitud vital frente a las tropelías que sufren los débiles. 

Su universo narrativo está íntima y conscientemente conectado a las alegorías de Kafka, sobre todo a partir de “Ensayo sobre la ceguera”, de ahí que en sus libros abunden los hombres y mujeres inmersos en situaciones que tienen un cierto aire de sueño terrible y en las que a menudo el destino colectivo que no supimos evitar se convierte de golpe en un presente extraño. Es entonces cuando el individuo se ve abocado a cierta forma de soledad, no la soledad de vivir solo, como dice también en el “Ricardo Reis”, sino la soledad de “no ser capaz de hacer compañía a alguien o algo que está en nosotros”: ¿el que fuimos? ¿el que podríamos haber sido? ¿el que deberíamos haber sido? ¿el que en realidad somos? 

A través de una prosa hipnótica, entretejida con destellos de poesía y unos diálogos indisociables de la propia narración, el lector de Saramago se ve a la vez intrigado por la trama y convocado a una toma de conciencia social e histórica. De este modo, el novelista admirado era a la vez el admirable ciudadano que con cierto quijotismo hizo propias todas las causas en las que la razón es atropellada, desde la guerra de Irak a la impunidad de los crímenes del franquismo, y también, pera esto ya sólo para las mentes más estrechas, el intelectual polémico, lo que sin duda le hacía aún más admirable. Era, en su significado más noble, un hombre comprometido, es decir, un hombre que renunció a la libertad de no indignarse.

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