lunes, 29 de noviembre de 2010

PRESERVAR LA VIDA FRENTE AL SIDA

Hace poco más de una semana, la posibilidad de que el Papa Benedicto XVI admitiera el uso del preservativo, en casos excepcionales, para evitar el contagio del sida fue ampliamente celebrado en todos los rincones del mundo como una puerta que parecía abrirse, aunque se tratara de una puerta muy estrecha y en el contexto de un libro de conversaciones. Luego llegaron las matizaciones y lo que parece ser un problema en la traducción del alemán al italiano: donde el Papa hablaba de la prostitución como ese caso excepcional, al parecer estaba refiriéndose estrictamente a la prostitución masculina, de tal manera que no se trataba de una excepción incompatible con la doctrina católica. Es decir, que esa estrecha puerta es mucho más estrecha de lo que parecía en un principio y el aparente gran paso del Vaticano un paso muy pequeño para la Humanidad.

No creo ser irrespetuoso –desde luego no es mi intención serlo- si digo que la insistencia por parte de la jerarquía de la Iglesia Católica en rechazar este método para combatir las enfermedades de transmisión sexual pone en evidencia una desconexión con la realidad que agrava el problema del sida, niega años de investigación científica y tiene como único objeto la imposición a los hombres y mujeres de un determinado y muy riguroso modelo de comportamiento sexual. Así se lo se lo hicieron saber al Papa las autoridades sanitarias mundiales cuando el año pasado afirmó en un viaje a África que los preservativos aumentaban el problema del sida.

Sin duda, África no era el lugar más oportuno para persistir en este monumental error: miles de católicos trabajan allí denodadamente para combatir una epidemia que está diezmando a la población: en el continente africano, contraer la enfermedad es prácticamente una condena de muerte.

Hacer una defensa a ultranza de la vida humana debería conllevar inevitablemente la defensa del uso preservativo o, en caso contrario, supondría una contradicción. Que los sectores más conservadores de la sociedad -también, cómo no, de la sociedad española- sigan empeñados en ir en contra de esta realidad evidente, es un síntoma de inmovilismo, de petrificación moral. Ahí está el alcalde de Valladolid, que más allá del burdo machismo con que comentó el nombramiento de Leire Pajín como nueva ministra de Sanidad, volvió a dejar traslucir cuál es la opinión de la derecha con respecto a los preservativos al decir de ella, con sarcasmo, que “era una chica que iba a repartir condones a diestro y siniestro”. Para siniestra de verdad la postura de quien, al parecer, encuentra tan descabellada la labor de facilitar a los jóvenes el acceso a métodos que eviten el contagio del sida o los embarazos no deseados.

De modo que cuando este miércoles vuelvan a asomar los lazos rojos que simbolizan la lucha mundial contra el sida y se nos recuerde que se trata de una enfermedad que ha matado en tres décadas a más de veinticinco millones de personas, una pandemia que afortunadamente parece haber estancado su avance -aunque están aumentado los casos en Europa oriental y Asia central- pero frente a la cual siguen sin recibir la medicación adecuada la mitad de los nuevos infectados; cuando se nos recuerde el dato revelador de que en España el ochenta por ciento de los contagios se producen por vía sexual, habrá ocasión también para felicitarnos o no ante la posibilidad de que la Iglesia Católica haya empezado a admitir los beneficios sanitarios del preservativo en mucho menos tiempo del que tardó en aceptar que la Tierra giraba alrededor del Sol.

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