Ocurre con demasiada frecuencia. Territorios castigados
por la pobreza reciben un mal día la sacudida violenta de la Naturaleza. Las
cámaras de televisión colocan los focos, nos acercan la tragedia a casa y
nuestra apacible conciencia de europeos medios se trastoca. Sucedió en Haití,
ha sucedido ahora en Pakistán. Unos días después del shock -unas semanas si hay
suerte-, los apasionantes detalles de un evento deportivo, un concurso de
belleza o unas fiestas patronales borran cualquier rastro de la tragedia. La
memoria a veces es corta, pero el problema sigue ahí.
Apenas ha pasado un mes desde que empezamos a contar por
cientos las víctimas de las inundaciones en Pakistán, que han dejado más de una
quinta parte del país bajo el agua durante más de un mes. El desastre natural,
que se ha cebado con uno de los países más pobres del mundo, ha dejado una
cifra de damnificados que supera con creces los 20 millones. Se calcula que más
de 1.500 personas han perdido la vida.
Las imágenes de las riadas nos conmovieron. El Gobierno
español decidió en un primer momento enviar 3,6 millones de euros en ayuda de
emergencia y poco después ampliaba la cifra hasta los 5,8 millones. El esfuerzo
fue grande, pero el gran riesgo ahora es el olvido. ¿Quién recuerda hoy el
terremoto de 2005 en la región de Cachemira? Dejó la impactante cifra de 75.000
muertos.
Lo decía en estas mismas páginas hace bien poco, tras el
terremoto que asoló Haití: los desastres naturales no eligen a los pobres para
cebarse en ellos, sino que es la misma pobreza la que vuelve vulnerables a los
pueblos frente a los desastres naturales. Por eso la ayuda internacional no
debe limitarse a paliar los efectos de terremotos, inundaciones o erupciones
volcánicas, sino que ha de ir más allá.
España lleva siete años comprometida en la misión liderada
por las Naciones Unidas para favorecer la estabilidad política en Haití. Este
país antillano estaba ya en el mismo corazón de nuestras prioridades de
cooperación internacional antes del terremoto. La reacción solidaria cuando se
produjo no se hizo esperar, y el apoyo no desapareció cuando lo hicieron los
focos de las cámaras.
En Pakistán debe ocurrir lo mismo. El pasado mes de junio
se celebraba la segunda cumbre entre la Unión Europea y el país asiático, en la
que se acordó un amplio programa de colaboración. Éste incluye el refuerzo del
diálogo en los campos del desarme y la no-proliferación nuclear; la
colaboración en el ámbito del comercio para conseguir una mayor liberalización,
de cara a incluir a Pakistán en el sistema de preferencias que la UE ofrece a
los países menos desarrollados; y sobre todo un apoyo decidido por el
desarrollo social y económico pakitaní, que permitirá aumentar los fondos de
ayuda de los 50 millones de euros anuales a 75 millones en el periodo
2011-2013.
Los desastres naturales no se anuncian, no van
aproximándose día a día, no hay forma de prevenirlos. Sólo construyendo
adecuadamente es posible oponer resistencia a un temblor de tierra o una
inundación, pero esto es algo que los países escasamente desarrollados no
pueden permitirse. Por eso, y por muchas otras razones, la ayuda al desarrollo
ha de figurar con letras mayúsculas en la agenda de los países ricos. Nuestras
contribuciones personales nos dignifican como seres humanos, cada uno de
nosotros debe concienciarse de que en los países menos favorecidos siempre hay
razones para implicarnos, aparezcan o no en la televisión y en los periódicos.
Pero además, son los gobiernos de los países fuertes los que han de procurar
solidariamente el fortalecimiento de los países débiles.
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