De
la iraní Sakineh Mohammadi Ashtiani conocemos una única fotografía, y sin duda
ni su nombre ni su rostro hubieran llegado hasta nosotros de no ser porque su
desesperada situación logró filtrarse a
los medios de todo el mundo y provocó una oleada de solidaridad. Acusada de
haber mantenido “relaciones ilícitas” con dos hombres, las autoridades de su
país la habían condenado a muerte por lapidación. El código penal de Irán es
muy preciso al describir cómo ha de aplicarse este castigo, reservado para los
casos de adulterio: hasta qué parte del cuerpo ha de ser enterrado el reo o
cómo han de ser las piedras que se utilicen, “no tan grandes como para matar a
la persona de uno o dos golpes, ni tan pequeñas como para no ser consideradas
piedras”. Sorprendido por la reacción internacional, el régimen iraní cambió la
acusación y dispuso que la condenada sería ahorcada. Sakineh espera, muy
probablemente ajena al hecho de haberse convertido en símbolo de la lucha
contra una aberración anacrónica: la pena capital.
Se trata de la negación más
extrema de los derechos humanos, un triste residuo de tiempos oscuros que
oscurece nuestro tiempo, “el triunfo de la venganza sobre la justicia”, tal y
como quedó recogido en la Declaración del Primer Congreso Mundial contra la
Pena de Muerte, celebrado en Estrasburgo en 2001. Ahorcamiento, fusilamiento,
electrocución, gaseamiento, lapidación, decapitación o aplicación de una inyección
letal son los siete procedimientos
utilizados para arrebatarle la vida “legalmente” a un ser humano,
mediante los cuales el Estado ejecuta exactamente el mismo acto que con más
severidad castiga. Son siete conceptos que remiten a un horror insoportable si
somos capaces de imaginar que detrás de cada uno de ellos hay un ser humano,
cientos, miles, a quienes les son aplicados todos los años. Siete pecados
capitales entre los cuales pueden elegir los cincuenta y ocho países donde aún
una persona puede ser sentenciada a morir.
El Gobierno español decidió
hace tiempo que la abolición de la pena de muerte en todo el mundo fuera una de
sus prioridades en política exterior, y con tal fin ha impulsado la creación de
una Comisión Internacional, anunciada por el presidente Rodríguez Zapatero a
comienzos de año en la sede europea de la ONU, en Ginebra, y presentada al fin
oficialmente en el Palacio de La Moncloa hace apenas unos días. Estará
presidida por quien fuera director general de la UNESCO, el español Federico
Mayor Zaragoza, y forman parte de ella otras diez personalidades
internacionales, todas ellas de reconocido prestigio. Su primer objetivo será
lograr que se declare una moratoria en su aplicación para el año 2015, y
posteriormente erradicarla de los ordenamientos jurídicos de todos los países
del mundo.
La abolición de la pena de
muerte es una vieja aspiración de todo defensor a ultranza de los derechos
humanos. Al impulsar esta Comisión Internacional, que actuará de forma
independiente y contará con el apoyo y consejo de varios países, y reconocida
ya su lucha a favor de la paz mundial y contra el hambre, pilares todos ellos
de nuestra política exterior, el Gobierno de nuestro país quiere ofrecer al
mundo la mejor cara de la España contemporánea. ¿Idealismo? Siempre, contra
viento y marea. Desde luego, ni aun la mejor de las voluntades ni el más
honorable de los propósitos logran por sí solos que las metas se alcancen, pero
cada vez que así ha ocurrido, la Humanidad ha avanzado hacia la mejor y más
deseable versión de sí misma.
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