Resulta difícil, por no decir imposible, tratar de
imaginar cómo serán nuestras vidas dentro de treinta años, cómo habrá
evolucionado nuestra sociedad, de qué nuevos derechos disfrutaremos, qué
avances científicos o técnicos serán realidad habida cuenta de lo rápidamente
que se producen ya las innovaciones y el progresivo incremento de esa rapidez.
Pero de una cosa podemos estar seguros: habrá menos gente joven y de mediana
edad y más personas mayores.
Ésa es la tendencia demográfica, que gráficamente se
explica mediante una pirámide invertida. Se sabe que para mediados de siglo
España tendrá el doble de personas mayores de 64 años que hoy, en tanto que la población
habrá aumentado en poco más de dos millones. Esto significa, en términos
socioeconómicos, que si la edad de jubilación se mantiene en la actual, es
decir, en 65 años, la mitad de la población estará en edad de no trabajar. Pero
es que ya antes vamos a experimentar un
considerable envejecimiento de la población: la esperanza de vida, que ya es en
nuestro país la más elevada del mundo, después de la de los japoneses, irá
aumentado considerablemente, en tanto que somos el país con menor tasa de natalidad
de la Unión Europea. La situación se puede resumir del siguiente modo: los
mayores seremos más, viviremos más años y los que han de pagar nuestras
pensiones serán menos.
Quienes acometieron las reformas del pasado
pusieron las bases del sólido sistema pensiones del que hoy disfrutan nuestros
mayores. Sabiendo que las condiciones demográficas cambiarán tan
sustancialmente en el futuro, negarse a acometer nuevas reformas constituiría
un caso inquietante de irresponsabilidad. Reformas, está de más decirlo, que
han de plantearse y acordarse dentro del Pacto de Toledo, sin duda alguna lo
mejor que le ha sucedido al sistema público de pensiones español. De ahí que en
el marco de este Pacto, el Gobierno presentara a comienzos de año una serie de
propuestas de reformas, con el fin de que todos los grupos políticos las
conociera y debatieran.
La cuestión está muy clara: el actual sistema de pensiones
está absolutamente garantizado durante los próximos veinticinco años, pero es
evidente que dicho sistema no será sostenible dentro de treinta. Hay que tomar
decisiones ahora para asegurarnos que los pensionistas de dentro de tres
décadas, es decir, nosotros y nuestros hijos, disfruten de los mismos derechos
que los pensionistas de hoy. De momento, hay consenso en lo que se refiere a
elevar el periodo de cálculo de las pensiones de los 15 años actuales a 20.
Sobre la mesa está también la propuesta de elevar la edad de jubilación de los 65 a 67 años, no de manera repentina,
sino paulatinamente.
Ahora bien: no conviene jugar electoralmente
con este asunto de tantísima trascendencia. Las propuestas del Gobierno no
afectan en modo alguno a los actuales pensionistas y se aplicarán con periodos
de transición, no de repente. No se trata de que las pensiones estén en peligro
hoy: sembrar la alarma entre los actuales ocho millones de pensionistas
diciendo o insinuando tal cosa es profundamente insensato.
En los próximos treinta años se habrán
alternado en el Gobierno de España conservadores y progresistas, y no podemos
esperar que la reforma de las pensiones sea esa clase de asunto impopular que
se va dejando para otros. No hay “unos” y “otros” cuando se trata de asegurar
el futuro, sino la obligación de unidad, visión de Estado. Estamos en el
momento justo de empezar a hacer una reforma progresiva, que permita una fácil
adaptación social. El Pacto de Toledo fue y es un éxito de todos: lo hemos
hecho bien hasta ahora, sigamos haciéndolo.
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