Bien podría decirse que era un momento delicado para
llevar a cabo el Debate sobre el Estado de la Nación: por un lado, nuestro
país, como todos los de la Unión Europea, atraviesa por la crisis económica más
importante de los últimos ochenta años; por otro, España venía de celebrar con
lógica euforia y un marcado sentimiento de orgullo la victoria de nuestra
selección nacional de fútbol en el Mundial de Sudáfrica, y la escenificación
parlamentaria de una confrontación política podía significar para muchos
ciudadanos un regreso a una realidad que acaso no les aliente en su esperanza
de superar las dificultades. Pero también es cierto que una y otra circunstancia
invitaban a mostrar el lado más útil de la política, la posibilidad de alcanzar
nuestras metas trabajando todos con un solo objetivo, sin crispación, sin
tratar de imponer nuestro criterio.
No obstante, volvió a quedar patente que el
PP está fundamentalmente ocupado en tratar de sacar una rentabilidad electoral
a la crisis económica. Hay algo evidente: con aciertos y errores, el Gobierno
ha hecho todo lo que el presidente y sus miembros estimaban que era necesario
por el bien de España; el PP sólo aquello que a su juicio convenía a los
intereses del partido. Y es que el señor Rajoy ha asumido de una forma literal
su papel de “líder de la oposición”, pasando por alto el hecho de que eso le
exige plantearse a sí mismo como alternativa posible, no utilizar todas las
formas conocidas y por conocer de decir no. Dicho de otro modo: Rajoy ha
demostrado ser líder en oponerse –incluso estando de acuerdo-, pero está aún
por ver cuál es su capacidad para proponer algo.
Tras una intervención realista y
profundamente reformista del presidente Zapatero, en la que expuso una serie de
medidas para garantizar el crecimiento económico, la creación de empleo y,
sobre todo, la defensa del Estado del Bienestar, el líder conservador demostró,
con su silencio, no tener nada que decir acerca de si es o no necesaria una
reforma laboral, o de si hay que hacer una reforma del sistema de pensiones o
no hacerla, o una reforma del sistema educativo o de la política industrial y
energética, ni tampoco sobre cuáles habrían sido sus medidas para reducir el
déficit. Nada en absoluto. Y a pesar de ello, lo que sí hizo fue pedir
elecciones anticipadas. ¿Eso es todo lo que tiene que aportar? ¿Ninguna otra
cosa? ¿Alguna idea positiva acerca de nuestro país que pueda beneficiarnos
internacionalmente, alguna medida concreta que nos ayude a salir de la crisis o
a crear empleo, que dé confianza a los pequeños y medianos empresarios, que
deje claro a los mercados la solidez de nuestro sistema financiero, cualquier
cosa, por pequeña que fuera, con la que justificar una larga campaña electoral
en un momento en que España necesita sobre todo centrarse en los problemas
reales?
Y sé que todo esto puede desencantar a los
ciudadanos, alejarlos de la política, porque pocas cosas hay más frustrantes
que asistir a la enconada rivalidad de quienes, al margen de diferencias
ideológicas, deberían remar en una misma dirección para superar las mayores
dificultades. El apoyo que el Gobierno reclama al PP no es para sí, sino para
España, y la petición por parte del señor Rajoy de un adelanto de elecciones
–no la presentación de una moción censura, que es el instrumento del que
dispone la oposición- difícilmente encaja entre las soluciones que se esperan
de un representante político cuando las cosas precisan de más unidad y menos
demagogia.
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