En 1978, la Asamblea General de las Naciones Unidas dedicó
un período extraordinario de sesiones al desarme, al término del cual se
estableció que cada año, y durante una semana, los Estados subrayaran el
peligro que supone la llamada carrera armamentística. Esta “Semana del Desarme”
se inicia coincidiendo en el aniversario de la fundación de la ONU, el 24 de
octubre, y por tanto se celebró la semana pasada, aunque me temo que no fue una
noticia particularmente destacada entre tantas otras noticias, y es muy
probable que una parte no desdeñable de almerienses, por ejemplo, estén
conociendo esto a través, precisamente, de este artículo.
No es una conmemoración, en cualquier caso,
que se dirija a los ciudadanos de manera directa, sino a los gobiernos, y en
particular a aquellos que han hecho de la venta de armas uno de sus pilares
económicos, países ricos o en vías de serlo, como Estados Unidos, Reino Unido,
Francia, Rusia o China, los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad
de la ONU, responsables nada menos que del ochenta y ocho por ciento de las
exportaciones de armas convencionales.
La venta de armas, legal o clandestinamente,
es, no descubro nada, un gran negocio, un negocio macabro y proclive a generar
zonas oscuras de intermediación y soborno, pero negocio al fin. Las cifras que
se refieren no ya a los grandes artefactos bélicos, sino a las llamadas armas
ligeras, son estremecedoras: cada año se fabrican dos balas y media por cada
uno de los seis mil cuatrocientos millones de personas que habitamos el
planeta, y un arma por cada diez. Casi la mitad de las muertes violentas que
estas armas y sus municiones provocan en el mundo ocurren en lugares donde no
hay guerra, y, en líneas generales, los países más gravemente afectados por ese
clima de miedo (africanos, asiáticos y latinoamericanos, fundamentalmente) ven
cómo la sensación de inseguridad hace que la demanda de armas sea mayor, que el
dinero que podría usarse en educación o sanidad se destine al comercio de ellas
y que el turismo desaparezca.
El viernes pasado tuve la ocasión de asistir
en Lanzarote a la celebración social de la que ya era una excelente iniciativa
política, y que consiste, básicamente, en apostar por la paz como vehículo de
desarrollo económico. El origen de esta Jornada, en la que también estuvieron
personalidades como el presidente del Senado, Javier Rojo, y el ex-director
general de la UNESCO, Federico Mayor Zaragoza, es una moción presentada por el
senador socialista Marcos Hernández en la que se pide al Gobierno la creación
en Canarias de una primera Zona Internacional para la Cultura de Paz y Derechos
Humanos, y que se introduzca esta figura novedosa en el ámbito de las Naciones
Unidas y en el Consejo de Europa. En definitiva, la cultura de la paz como
valor añadido a una oferta turística. Es, a mi juicio, una gran idea.
Dijo Erasmo de Rótterdam que “la paz
consiste, en gran parte, en el hecho de desearla con toda el alma”. No hay
mayor aspiración del ser humano.
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