Hace poco más de una semana, la posibilidad de que el Papa
Benedicto XVI admitiera el uso del preservativo, en casos excepcionales, para
evitar el contagio del sida fue ampliamente celebrado en todos los rincones del
mundo como una puerta que parecía abrirse, aunque se tratara de una puerta muy
estrecha y en el contexto de un libro de conversaciones. Luego llegaron las
matizaciones y lo que parece ser un problema en la traducción del alemán al
italiano: donde el Papa hablaba de la prostitución como ese caso excepcional,
al parecer estaba refiriéndose estrictamente a la prostitución masculina, de
tal manera que no se trataba de una excepción incompatible con la doctrina
católica. Es decir, que esa estrecha puerta es mucho más estrecha de lo que
parecía en un principio y el aparente gran paso del Vaticano un paso muy
pequeño para la Humanidad.
No creo ser irrespetuoso –desde luego no es
mi intención serlo- si digo que la insistencia por parte de la jerarquía de la
Iglesia Católica en rechazar este método para combatir las enfermedades de
transmisión sexual pone en evidencia una desconexión con la realidad que agrava
el problema del sida, niega años de investigación científica y tiene como único
objeto la imposición a los hombres y mujeres de un determinado y muy riguroso
modelo de comportamiento sexual. Así se lo se lo hicieron saber al Papa las
autoridades sanitarias mundiales cuando el año pasado afirmó en un viaje a
África que los preservativos aumentaban el problema del sida.
Sin duda, África no era el lugar más
oportuno para persistir en este monumental error: miles de católicos trabajan
allí denodadamente para combatir una epidemia que está diezmando a la
población: en el continente africano, contraer la enfermedad es prácticamente
una condena de muerte.
Hacer una defensa a ultranza de la vida
humana debería conllevar inevitablemente la defensa del uso preservativo o, en
caso contrario, supondría una contradicción. Que los sectores más conservadores
de la sociedad -también, cómo no, de la sociedad española- sigan empeñados en
ir en contra de esta realidad evidente, es un síntoma de inmovilismo, de
petrificación moral. Ahí está el alcalde de Valladolid, que más allá del burdo
machismo con que comentó el nombramiento de Leire Pajín como nueva ministra de
Sanidad, volvió a dejar traslucir cuál es la opinión de la derecha con respecto
a los preservativos al decir de ella, con sarcasmo, que “era una chica que iba
a repartir condones a diestro y siniestro”. Para siniestra de verdad la postura
de quien, al parecer, encuentra tan descabellada la labor de facilitar a los
jóvenes el acceso a métodos que eviten el contagio del sida o los embarazos no
deseados.
De modo que cuando este miércoles vuelvan a
asomar los lazos rojos que simbolizan la lucha mundial contra el sida y se nos
recuerde que se trata de una enfermedad que ha matado en tres décadas a más de
veinticinco millones de personas, una pandemia que afortunadamente parece haber
estancado su avance -aunque están aumentado los casos en Europa oriental y Asia
central- pero frente a la cual siguen sin recibir la medicación adecuada la
mitad de los nuevos infectados; cuando se nos recuerde el dato revelador de que
en España el ochenta por ciento de los contagios se producen por vía sexual,
habrá ocasión también para felicitarnos o no ante la posibilidad de que la
Iglesia Católica haya empezado a admitir los beneficios sanitarios del
preservativo en mucho menos tiempo del que tardó en aceptar que la Tierra
giraba alrededor del Sol.
No hay comentarios:
Publicar un comentario