Los
accidentes de tráfico más graves, los que provocan muertes e incapacidades,
representan un drama en el entorno familiar y de amistad de quienes los sufren,
pero de alguna manera siguen siendo una especie de catástrofe sorda y como
asumida fatal y resignadamente por la sociedad. Si nos centramos en nuestro
país, así era cuando las cifras de fallecidos en carretera eran
escandalosamente abultadas y así sigue siendo hoy por hoy, cuando esas cifras
han experimentado un significativo descenso. No obstante, antes y ahora, en
España y en el resto del mundo desarrollado, los accidentes de tráfico
constituyen un problema de Salud Pública, o, como señaló la OMS en un informe
de 2003, una epidemia oculta y desatendida.
Un
verano más, la preocupación del Ministerio del Interior, del que depende la
Seguridad Vial, era procurar que el número de personas que perdieran la vida o
la integridad física en sus desplazamientos vacacionales por carretera fuera el
mínimo posible. Quién duda que éste ha sido un propósito de todos los
Gobiernos, pero es de justicia señalar que desde su primer día como presidente,
José Luis Rodríguez Zapatero situó como una de sus prioridades políticas la de
reducir la siniestralidad en la carretera, y en la consecución de dicho
objetivo se pusieron en marcha iniciativas como la de aumentar el número de
agentes y de medios materiales, la reducción de puntos negros, la implantación
del carnet por puntos, un mayor impulso de la educación vial y de la
concienciación de los conductores e incluso la modificación del Código Penal
para incluir como delito algunos comportamientos temerarios al volante.
Pocos
datos más ajenos a la especulación política o mediática que los que arroja el
resultado de estas medidas: entre el 1 de julio y el 31 de agosto han fallecido
en nuestras carreteras trescientas sesenta y cuatro personas, dieciséis menos
que el verano pasado y cuatrocientas ochenta y una menos que el verano de 2001.
Si atendemos a la cifra de heridos graves –un drama de otra naturaleza y aún
más sordo- nos encontramos con que han sido doscientos setenta menos que el
pasado año y nada menos que dos mil cuatrocientos setenta y cuatro menos que en
2003, año en que se alcanzó la cifra record en la década de cuatro mil ciento
cuarenta y cinco personas con lesiones extremas.
Este
descenso ha sido constante verano tras verano y año tras año desde 2004. Cuando
la Unión Europea fijó el objetivo de reducir en un 50% las víctimas mortales en
el período 2001-2010, parecía a todas luces inalcanzable, pero lo cierto es que
si tomamos los datos de verano encontramos que esa reducción ha sido del 57%:
la frialdad de las cifras nos indica que este verano se han registrado ocho fallecidos
diarios menos que en el de 2003.
Naturalmente,
el drama que genera una sólo víctima al volante no entiende de fríos datos.
Pero al margen de esta incuestionable verdad, el hecho de que la siniestralidad
haya descendido de manera tan importante es sin duda alguna un éxito de toda la
sociedad española y también de la Administración responsable. El Ministerio del
Interior ha mostrado su reconocimiento a los fabricantes de vehículos por haber
incrementado la seguridad, pero han sido las medidas adoptadas las que han
determinado este descenso: la mejora de las infraestructuras, el mencionado
permiso por puntos, la reforma de la ley de tráfico, el plan de control de
velocidad mediante radares, los controles de alcoholemia o el incremento de
efectivos, entre otras razones, han propiciado comportamientos más seguros y
responsables por parte de los conductores españoles. No se trata de haber
alcanzado ya un objetivo, pero sin duda estamos en la dirección correcta.
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